miércoles, 18 de marzo de 2015

Gran Parada, el respiro de los viajeros que venían de la capital


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Aunque hoy no lo parezca, algunos pagos de pequeña población, tuvieron su momento estelar en la historia de esta tierra. Navegando por estas redes nos encontramos con algunos blogs muy interesantes comohttp://toponimograncanaria.blogspot.com.es donde se escarba en los topónimos de muchos rincones de Gran Canaria y se nos desvelan esas historias que el tiempo ha borrado. Gran Parada es uno de estos casos, un caserío ubicado en la carretera de Santa Brígida a San Mateo (GC-015), con apenas unos 150 habitantes censados y desperdigados, y que como su propio nombre indica está unido al progreso de las vías de comunicación y de los servicios de transporte de personas por los incipientes caminos habilitados para las cocheras, tartanas y calesas tiradas por caballos.

ImageLa Vega de Santa Brígida,  —o Villa, que para eso el rey Alfonso XIII le otorgó el titulo en 1915, tal como nos lo cuenta nuestro Cronista Oficial Pedro Socorro—, fue uno de los lugares elegidos por la alta clase social desde finales del siglo XVIII, y más aún en los inicios del XIX, para establecer su residencia, y que asistió también al inicio del turismo en la isla.

 La elección de estos lugares como residencia de una clase adinerada auspició que se introdujeran mejoras en los caminos que comunicaban la Vega con la Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y favoreció la aparición de empresarios «emprendedores» que prestaban los servicios de transporte de personas. Esta actividad requería un notable esfuerzo, tanto para los animales de tiro como para arrieros y pasajeros, por la especial orografía isleña, y se tenían que realizar paradas intermedias para facilitar el descanso de los arrieros, atender a los caballos con comida y agua, sustituir las herraduras, e incluso, cambiar de animales para continuar el camino.

ImageSegún distintas fuentes, había tres paradas importantes en La Vega: una en El Monte, en las inmediaciones de los hoteles Bella Vista o Santa Brígida; otra en La Alcantarilla, en el casco de la Villa; y la última, en este lugar denominado la Gran Parada.  Como cuenta José Miguel Alzola, en su trabajo “La rueda en Gran Canaria, Las Palmas de GC, (1968)”, eran tiempos de charabanes y la prensa local hablaba de que algunos ya eran amigos de las velocidades: Los cocheros siempre tenían prisa; al parecer deseaban recuperar los años perdidos en el oficio por falta de caminos, y la afición a la velocidad se desarrolló en ellos de forma espectacular, enfermiza. Los viajeros estaban amedrentados y la Prensa recoge sus temores y protestas: «Llamamos la atención de la autoridad competente sobre la conducta que están observando los cocheros de las empresas que hacen el servicio diario entre esta ciudad y el pueblo de Santa Brígida. Sin consideración al mal estado de los caminos y sin atender a los ruegos de los pasajeros, lanzan los caballos a galope o a escape, comprometiendo las vidas de aquéllos y exponiéndolos a un continuo peligro El martes último y al bajar una cuesta, se dispararon los caballos de un carruaje y rota la lanza y faltando el gobierno del coche por haber caído el cochero dentro del mismo coche, enredado en las riendas, hubieran perecido los pasajeros a no ser por la sangre fría de don Juan Domínguez y Peñate, vecino de Santa Brígida, que pudo, a costa de infinitos esfuerzos, sujetar los caballos. El camino de Santa Brígida, por su mal estado, exige que los cocheros vayan con todas las precauciones posibles y así debe ordenárseles, castigando inexcusablemente al que quebrante la orden. En el interés de las empresas está también corregir estas faltas, pues de continuar se exponen a no encontrar pasajeros que se presten a llevar vendidas sus vidas y a merced de la imprudencia de los cocheros» Nota al pié del autor: La Verdad, núm. 257 de 21 de septiembre de 1872.

ImageLlegado el siglo XX, con la aparición de los «coches tirados a motor», varios satauteños fundaron, en 1920, la Compañía de Automóviles de Santa Brígida. Su primer coche fue carrozado en la isla con un chasis de un Renault, y llegó a tener cuatro más, todos pintados de amarillo, que trasladaban personas y la saca de correos con unos rigurosos horarios de salida, por lo que fueron llamados «coches de hora».

Seis años después, los vecinos del pueblo Francisco Melián Rodríguez, dueño de la fonda del pueblo, y Salvador Rivero, se hicieron con la compañía, que cambió su nombre por el de Melián y Compañía. Unos años más tarde ya estaba prestando sus servicios por toda la isla, tras la unión de un nuevo socio.
En 1940 empezaron a surgir pequeños vehículos, llamados «fotingos» (pretendido anglicismo, aunque es un vocablo del habla canaria que se refiere al automóvil Ford Type o Ford T), que cosecharon un éxito sin precedentes en la industria automotriz. El grupo de estos vehículos empezó a conocerse con el nombre de «piratas», porque iniciaban el mismo recorrido que los «coches de hora» pero saliendo unos minutos antes de la hora fijada por aquellos, de forma que «pirateaban» los viajeros que encontraban por la carretera. No era una compañía, sino un grupo de propietarios individuales de automóviles, que se unían solo a los efectos de repartirse el negocio y hacer la competencia.

La Compañía, que no pudo resistir la competencia y reflejaba el cansancio de la organización,  fue adquirida por Aicasa (Autobuses Interurbanos de Canarias, S. A), que hasta 1970 estuvo compitiendo con los «piratas»; pero, nuevamente, los problemas económicos que no afrontaban los socios los llevaron a un conflicto laboral con sus trabajadores, que fueron protegidos en sus demandas por el Obispo de Canarias José Antonio Infantes Florido.
ImagePara su resolución se promulgó el Decreto-Ley del Transporte Interurbano de la isla, que asignó las rutas del norte y centro a la nueva compañía  Utinsa (Unión de Transportes Insulares, S. A), formada por los «piratas»; y las rutas del sur, a la nueva sociedad laboral Salcai (Sociedad Anónima Laboral Canaria de Autobuses Interurbanos), formada por los trabajadores de Aicasa. En el siglo XXI se fusionaron, pasando a denominarse: Global Salcai-Utinsa.

http://santabrigida-patronales.es/

martes, 9 de julio de 2013

El primer grupo de isleños que conquistó en grupo el Roque Nublo realizó el ascenso con herrajes propios fabricados en un taller de electricidad

La conquista isleña del Nublo


Rafael Marrero Silva, natural de Las Palmas de Gran Canaria, nacido en 1932, "en la calle Alemania, de Las Alcaravaneras, cuando no había calles, solo arena", es la única persona viva que queda del primer grupo de canarios que ascendió al Roque Nublo, y además lo hizo con anclajes y cuerdas de fabricación propia, elaboradas durante muchos meses, pidiendo herramientas y horas de trabajo en los talleres de la capital.
Para llegar a su estado de altitud primero se debe entender la gallardía tanto de Rafael como la del grupo del que formó parte: Andrés Nobauer, hijode española y austríaco, German Herrmann y Juan Suárez, este último con una ascensión previo en solitario que desaló literalmente a los pocos montañeros que existían en aquellos años 50 del siglo XX. "Una odisea", según la califica el propio Marrero.
Hasta que este grupo pusiera su impronta en la historia del monolito con el privilegio de realizar lo que se denomina primera cordada canaria en El Nublo, ya había hecho cumbre un grupo de tres alemanes, Hermann Rauscher, Jorge Wolfrehmied y Juan Langenbacher, el 20 de junio de 1932. Menos de un año después, el 5 de febrero de 1933, repite un equipo made in Germany: Enrique Rindel, Cheminits, Markersdorten y Rust Müller, el 5 de febrero de 1933, un doblete extranjero que ´alertó´ a las fuerzas vivas de Gran Canaria, con el Cabildo al frente y que para borrar esta pequeña pero doble ignominia recurrió a montañeros de la península para quitar la bandera y reponer la ´enseña patria´.
Eso sí, la empresa tardaría casi 14 años en materializarse. Y gracias a auténticos especialistas, el ´comando´ de los Montañeros de la Falange Juvenil, casi contratado e importados del continente, formado por Emilio Feito, Santiago Heredero, Mario Tecglen, Carlos Panadero, Agustín Bardaji y Manuel Gómez se ´posa´ en lo alto el 31 de diciembre de 1946. Luego llegaría lo de Juan Suárez Herrera, el primer canario en hacer un solitario absoluto algo que en su momento, y aún hoy, fue de echar de comer aparte, logrando la marca el 30 de diciembre de 1953.
En estas fechas en Canarias prácticamente el montañismo era una verdadera majadería. Habla Rafael Marrero: "si te veían salir de tu casa con una mochila para irte a acampar con la sartén y un cacharro asomando te daban por loco". Y luego ya en el terreno llegaba el segundo inconveniente, un detalle cuanto menos desalentador: "Molestaba mucho cuando nos poníamos a subir paredes y llegaban espectadores, que eran los pastores y la gente del lugar, a chillarnos desde abajo que nos bajáramos de allí, que nos íbamos a riscar".
Esto ocurrió especialmente cuando ascendieron al Dedo de Dios, en Agaete, que por aquél entonces lucía entero hasta que la tormenta tropical Delta lo rebanó ante el estupor general en noviembre de 2005, según recuerda con chispa Marrero. La subida se realizó subidos unos a los hombros de los otros. De nuevo, fue Juan Suárez el que pisó altura: "el mas atrevido, pero también el que más conocimiento tenía".
Pero, para empezar a trepar por los abruptos acantilados de la isla interior se tenía que estar en muy buena forma. Marrero desde pequeño se convirtió en un nadador de entreno y competición y a los 14 años formó parte de la Centuria de Montañeros de Santiago. Todo ello compaginándolo con unos estudios que le llevarían con el tiempo a convertirse en todo un comandante de Ingenieros en el Ejército de Tierra con las maestrías de Mecánico y Electricista.
En esa prehistoria de la escalada en Gran Canaria evidentemente no existían ni los materiales propios de la disciplina. Y en este hecho se encuentra el meollo de esa primera cordada al Roque Nublo protagonizada por los isleños.
El campo de pruebas eran las verticales de Ayacata. "Empezamos con los planos inclinados, el rappel y luego a ascender con trepadores. Los terciadores los hacíamos de cuerda nosotros con el nudo prusik (descubierto por el doctor Karl Prusik en 1931 para escalar alturas difíciles) y con eso subíamos uno y otro".
Hasta que comenzaron a ver de reojo el Roque Nublo, agrupados en una decena de intrépidos que se dio en llamar la Peña del Bohío. La preparación duró años, recuerda Marrero. Eran visitas de todo un fin de semana en aquella Cumbre desolada, casi desértica, de mitad del siglo pasado para estudiar cada recodo, cada hueco, cada paso, y calcular el material casi centímetro a centímetro para no quedar ni a medias subiendo, ni colgados descendiendo.
Tras algunos cálculos a ojo de buen cubero recurrieron a un viejo taller de Antonio Puga, que se encontraba en la calle Diderot. Era este un taller para reparar motores eléctricos que disponía de una fragua para forjar el hierro.
Marrero, después de dejarse rogar, admite que era un manitas, "pero no el jefe ni nada. Lo hacíamos a ver cómo sale. Y empezamos con una anillas que rematábamos con verguilla, eso sí, verguilla buena, galvanizada".
De esa forja salían también los antiguos buriles, que ya hoy no se utilizan por su alta inseguridad, y que son unas chapas que se afianzaban con unas clavijas a taladro. También se hicieron éste, de tres canales, y "con un pico con una especie de broca para poder golpear". El catálogo de herrajes caseros lo completan los mosquetones, con su resorte incluido, y una suerte de marrón de proporciones manejables en altura, de tal forma que no sabe lo que tiene más mérito, si la fábrica o el ascenso.
Una vez los chismes era el momento de las cuerdas. Unos buenos cabos de 80 ó 90 metros de altura tendría en la época un precio prohibitivo, si se conseguían en plaza. Y Marrero y compañía guardaban otros recursos, por asombrosos que estos fueran.
"La verdad es que íbamos mendigando por todas partes", ríe Marrero. Y estas partes incluían el mar si se terciaba. "Un cuñado mío", recuerda, "era capitán de un buque nodriza alemán para aprovisionar submarinos refugiado en el puerto". Un barco que de postre protagonizó un peculiar incidente cuando los servicios secretos franceses e ingleses, según el historiador y profesor en la ULPGC, Juan José Díaz Benítez, experto en la II Guerra Mundial, intentaron hundirlo en La Luz el 9 de mayo de 1940 colocándole unas bombas magnéticas en el casco.
"El barco se llamaba Corrientes, y de ahí conseguimos un cáñamo especial con el que hicimos el saco de cuerdas. Ese material lo deshilachamos en la antigua parte baja de la montaña de Arenales, donde había una fábrica de ladrillos, algo más arriba de la actual plaza del Mercado Central, un lugar donde se trenzaban las cuerdas de las redes de pesca. Juan Suárez enlazó ellos y les explicó que necesitábamos un tipo de cuerda muy especial, que si de esta especie, con una piña de torsión era muy determinada, y aquella gente nos dijo que la hiciéramos nosotros cuando ellos se fueran". Y la hicieron. Con una máquina a manivela torcierdo "y aprovechando aquello".
Tardaron más de un año en disponer del aparataje hasta que en los primeros días de 1954, Marrero no recuerda exactamente cuándo, arramblan con 60 metros de cuerdas y dos pesadísimas mochilas de herrajes hacia la presa de Los Hornos. Eran Rafael, German, Andrés, y Juan, junto con Amelisse y Ferdinande Herrmann, esposas de los dos primeros.
"Fue muy fatigoso", sentencia. "Había que subir desde la presa de Los Hornos todo el material y en la ascensión ya al Roque Nublo gastamos muchas horas en martillear, con aquél atalaje, con aquél budriel (un antiguo e incómodo arnés de cuerdas) dando martillazos colgados a 96 metros de altura. Bajando y subiendo. Los brazos terminaban muertos, y teníamos que jalearnos para llegar arriba."
Después de unas siete horas, a las dos de la tarde hicieron cima. Llevaban cemento e hicieron la mezcla para encastrar un buzón donde depositar la estafeta de aquella y las siguientes ascensiones que estaban por llegar, y que no tardarían ni un solo día en hacerlo. Nada más bajar prepararon la segunda, para subir a Amelisse y Ferdinande. De todos ellos solo queda Marrero para da fe, en una de las escaladas de la que menos se supo. "Subimos por la satisfacción personal, no para buscar una marca. Aquello pasó totalmente desapercibido, pero nosotros hicimos nuestra pequeña fiesta arriba, en unos pocos metros cuadrados por combatir a la naturaleza tras años de empeño y trabajo".